Thelonious Monk: el intenso viaje por el jazz
Una figura principal de la renovación del jazz fue el estadounidense Thelonious Monk, quien en la década del 40, junto a Charlie Parker, Dizzy Gillespie y Miles Davis, entre otros, impulsarán esa tendencia conocida como bebop. El propósito fue liberar al jazz de las convencionalidades características del swing con las “big bands”, y abrirlo a la interpretación de pequeños grupos (generalmente, cuartetos), donde la improvisación, aun con base en composiciones, pudiera desplegarse. Y ese fue uno de los grandes aportes de Thelonious Monk, nacido el 10 de octubre de 1917.

No es mi intención hacer un post de examen musical mi tampoco biográfico; apenas un intento de rememoración de su valor musical, acudiendo a recursos que me parecen apropiados.
Primero, reproducir un fragmento de un ensayo del escritor argentino Julio Cortázar, apasionado del jazz, que apareciera en su grato libro La vuelta al mundo en ochenta mundos (1967).
Cuando Thelonious se sienta al piano toda la sala se sienta con él y produce un murmullo colectivo del tamaño exacto del alivio, porque el recorrido tangencial de Thelonious por el escenario tiene algo de riesgoso cabotaje fenicio con probables varamientos en las sirtes, y cuando la nave de oscura miel y barbado capitán llega a puerto, la recibe el muelle masónico del Victoria May con un suspiro como de alas apaciguadas, de tajamares cumplidos. Entonces es Pannonica, o Blue Monk, tres sombras como espigas rodean al oso investigando las colmenas del teclado, las burdas zarpas bondadosas yendo y viniendo entre abejas desconcertadas y hexágonos de sonido, ha pasado apenas un minuto y ya estamos en la noche fuera del tiempo, la noche primitiva y delicada de Thelonious Monk.

Pero eso no se explica: A rose is a rose is a rose. Se está en una tregua, hay intercesor, quizá en alguna esfera nos redimen. Y luego, cuando Charles Rouse da una paso hacia el micrófono y su saxo dibuja imperiosamente las razones por las que está ahí, Thelonious deja caer las manos, escucha un instante, posa todavía un leve acorde con la izquierda, y el oso se levanta hamacándose, harto de miel o buscando musgo propicio a la modorra, saliéndose del taburete se apoya en el borde del piano marcando el ritmo con un zapato y el birrete, los dedos van resbalando por el piano, primero al borde mismo del teclado donde podría haber un cenicero y una cerveza pero no hay más que Steinway & Sons, y luego inician imperceptiblemente un safari de dedos por el borde de la caja del piano mientras el oso se hamaca cadencioso porque Rouse y el contrabajo y el percusionista están enredados en el misterio mismo de su trinidad y Thelonious viaja vertiginosamente sin moverse, pasando de centímetro en centímetro rumbo a la cola del piano a la que no se llegará, se sabe que no llegará porque para llegar le haría más tiempo que a Phileas Fogg, más trineos de vela, rápidos de miel de abeto, elefantes y trenes endurecidos por la velocidad para salvar el abismo de un puente roto, de manera que Thelonious viaja a su manera, apoyándose en un pie y luego en otro sin salirse del lugar, cabeceando en el puente de su Pequod varado en un teatro, y cada tanto moviendo los dedos para ganar un centímetro o mil millas, quedándose otra vez quieto y como precavido, tomando la altura con un sextante de humo y renunciando a seguir adelante y llegar al extremo de la caja del piano, hasta que la mano abandona el borde, el oso gira paulatino y todo podría ocurrir en ese instante en que le falta el apoyo, en que flota como un alción sobre el ritmo donde Charles Rouse está echando las últimas vehementes largas pinceladas de violeta y de rojo, el oso se balancea amablemente y regresa nube a nube hacia el teclado, lo mira como por primera vez, pasea por el aire los dedos indecisos, los deja caer y estamos salvados, hay Thelonious capitán, hay rumbo por un rato, y el gesto de Rouse al retroceder mientras desprende el saxo del soporte tiene algo de entrega de poderes, de legado que devuelve al Dogo las llaves de la serenísima.
Cortázar, en su libre e imaginativo verbo, como debe serlo ante un portento como Thelonious Monk, recrea, con un componente emocional evidente, su experiencia en ese concierto del cuarteto de Monk ocurrido en Ginebra en 1966. En su texto, pone a sonar en sus palabras esa magia del jazz de Monk y su saxofonista, con la sugestiva y disimulada erudición que caracteriza su visión.
Y el otro recurso, por supuesto, es el de reproducir parte de uno de los conciertos de Thelonious Monk en una de sus más representativas piezas: “Blue Monk”.
Referencias:
https://es.wikipedia.org/wiki/Thelonious_Monk
Cortázar, Julio (1967). La vuelta al mundo en ochenta mundos. México: Siglo XXI Editores.
https://www.anred.org/thelonious-monk-la-vuelta-al-piano-en-103-anos/
En este enlace puede leer el texto completo de Julio Cortázar.


